Bien parece que el aficionado sea ambicioso, porque esa es la divisa del club. Bien está que el hincha se enfurezca cuando el equipo se olvida de su lema y se rinde en un amistoso. No sobra que la gente reclame fichajes. Tampoco que se pronuncien si creen que la política de abonos del club no es la mejor. Incluso puede comprenderse que haya quien, desde la comodidad de su sofá, crea que puede vender y comprar mejor que Monchi, que no es perfecto, pero que estos años, sin duda, lo ha parecido. Ahora bien, una cosa es ambicionar, alertar, criticar o exigir y otra, bien distinta, es pretender talar la carne del presidente, del director deportivo, del entrenador y de los jugadores antes siquiera de haber comenzado la temporada. El Sevilla no está arruinado, ni está en Segunda, ni está a verlas venir, ni tiene una plantilla deteriorada, ni está en crisis, ni se vende (por más que algunos insistan), ni es aquel club destartalado que veía la Champions por TV y sufría para quedarse en Primera. Al contrario. El Sevilla, por más que moleste y por mucho que algunos pataleen, tiene un presente extraordinario. Se ha hecho un hueco entre los grandes a codazos, ha levantado un rosario de títulos, ha contratado los mejores jugadores que su dinero podía pagar y se ha ganado el respeto de Europa porque cada vez que olía título, besaba plata. Es posible que el Sevilla esté cometiendo errores. Siempre se puede mejorar. Siempre. Sin embargo, desde la distancia, uno aprecia que el maestro Araújo no se equivoca. Que quien olvida la historia, se condena a repetirla. Que mientras muchos empujan para construir un club histórico, otros se empeñan en querere convertirle en un club histérico. Una cosa es la exigencia y otra, desatar la histeria.
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